Baile y baloncesto

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La vida está llena de desvíos inesperados. También de dificultades que acaban convirtiéndose en una ventaja. Y, por encima de todo, se compone de oportunidades para evolucionar y componer nuestro propio relato con un sabor genuino.

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Baile y baloncesto

Pedro Fernaud

25.diciembre.2010

 

Os escribo desde una habitación paralela. Algunos de vosotros habréis oído alguna vez historias sobre universos paralelos. Buen material para alimentar las ensoñaciones de los aficionados de la ciencia ficción pensaréis. Tal vez una compleja formulación de una posibilidad inquietante, que por suerte no encontrará puertas abiertas ni en esta ni en las próximas generaciones. Pero os escribo desde aquí. Es el único modo de preservar mi mundo cotidiano y al mismo tiempo de expresar libremente lo que para mi representa el baloncesto y pensar en voz alta acerca de los caprichos del destino.

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Tim Duncan conjuga con maestría la consistencia y la sutileza, el baile y la fortaleza, factores claves del relato que estás leyendo. Fuente de foto: free-sport-wallpapers.com

 

Mi historia empezó hace diecinueve años. Diecinueve es un número importante para mí. Diecinueve es la edad que tenía Ana cuando reinaba en la noche de Torre del Mar, el lugar en el que yo me he formado como persona. Ana tenía la rara cualidad de gustar a todo el mundo. Era simpática por norma común. Ejemplar si pensamos que alternaba sus estudios de arquitectura con su trabajo como camarera en el restaurante de sus padres. Ana sabía cuando deslizar una broma en el trato con los clientes. Ana sabía escuchar a sus compañeros de trabajo y estaba fascinado por lo que estudiaba.



Todo eso era importante. Aunque su verdadero entusiasmo vital se concretaba en salir los sábados por la noche con Loli y Rosa. El domingo era su día libre. Y la noche del sábado noche, su reino. “Chicas, vamos a ver cómo se comporta nuestro reino”, ésa era uno de sus frases comodín, el grito de guerra con el que invitaba a sus amigas a poblar la pista de baile. Ese momento en el que ella se sentía libre.

 

A veces, su entusiasmo no era del todo compartido por sus viejas amigas (lo eran desde la guardería). Entonces se acercaba a ellas, ponía voz de ‘telepredicador’ y les decía aquello de: “chicas os tenéis que gustar, si os gustáis bailando, gustaréis, y de tanto gustar vuestros problemas y preocupaciones se diluirán en todos estos focos de luces y la energía que se creará a vuestro alrededor”. “¿Quieres decir que nos crearemos nuevas preocupaciones con los moscones que empezaran a revoltear a nuestro alrededor? Y entonces dejaremos de pensar en las que ya teníamos, ¿no?” Le replicaba con sorna Rosa.

 

Lo sé, sé que da esa impresión, pero aunque alguno de vosotros lo hayáis pensado, Ana no se drogaba. Simplemente, tenía una alegría de vivir que se salía de las gráficas y un modo muy genuino de expresarlo. Tampoco era una kamizake bebiendo, es más, le gustaba decir “mi punto exacto de ebullición está en dos gin tonics”. Sus amigas bromeaban con ella diciéndole que le gustaba beber brebajes de viejas. Y ella, lejos de picarse, se reía suave y les decía aquello de “la experiencia es un grado, chavalas”.

 

En la noche de la que os quiero hablar, Ana ya había entrado en ese punto de ebullición. Esa noche habían decidido salir por Málaga. Torre del Mar no era una opción a considerar dado que sólo hacía que Rosa lo había dejado con su novio de toda la vida (no estoy exagerando, llevaban siete años juntos…).

 

El caso es que la noche prometía. Entraron en una discoteca cuyo nombre era una invitación: “Soul meets body”, algo así como alma encuentra cuerpo. Aquella noche todo parecía nuevo, ya que era la primera vez que el local abría más allá de las dos de la noche. El sitio les gustó porque ponían pop y rock inglés y norteamericano; los estilos favoritos de Rosa y Ana (para Loli lo de la música era lo de menos, a condición de que hubiera chicos guapos, o  por lo menos que tuvieran una sonrisa interesante).

 

La noche fue creciendo conforme lo hacía la calidad de las canciones y el tráfico en la pista. Cuando se quiso dar cuenta, Ana estaba bailando cara a cara con un tipo que le sacaba dos cabezas. Un tipo mulato con la cabeza afeitada y sonrisa de dentífrico. También con buen sentido del ritmo. De repente, se vio hablando con él en inglés.



Del lugar de donde yo vengo, hablar inglés sigue siendo un milagro. Imaginaos hace diecinueve años, pero Ana había aprendido el idioma viendo pelis en V.O. de sus directores favoritos (Wilder, Kubrik, Hitchcok). Era una extrañeza que no dejaba de darle oportunidades. Podía practicar atendiendo en su idioma a los guris que venían al restaurante y, con la tontería, había estado enrollado con un par de chicos ingleses, cuyas familias acostumbraban a pasar el verano en La Torre.

 

Así pues, la situación no era especialmente extraña para ella. Le gustaba ese chico. Parecía un tipo elegante. Y bromista. Le estaba haciendo reír, y eso ella lo agradecía particularmente en una semana en la que había tenido que actuar como paño de lágrimas para Rosa, que, pobre, lo estaba pasando realmente mal. “¿Cómo te llamas?” preguntó ella, Josh, respondió con una sonrisa que parecía una invitación, pero también una carta de admiración hacia su belleza. Digamos que ella sabía interpretar esa clase de gestos y simplemente se dejó llevar.

 

No voy a entrar en los detalles de cómo él se la llevó a la habitación de su hotel. Entre otras cosas, porque no lo sé. Ni me interesa saberlo. Bastante tengo con conocer todo lo anterior. Tiene su guasa, diría yo. Ana es mi madre. Ana, habéis imaginado bien, se quedó embarazada. Y contra todo pronóstico, decidió tenerme.


Continuará…