Siempre queda la esperanza

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Cuando todo se tuerce de manera impiadosa, siempre queda el baloncesto. Este deporte, jugado con los colegas en una pachanga de barrio cualquiera, puede funcionar como válvula de escape para los problemas. Al menos así lo traza Josep Pastells en la cuarta entrega de los relatos que tienen como eje motriz el baloncesto. En esta ocasión, Josep nos acerca a la figura de Ritxie Soto, que, contra todo pronóstico y contra toda lógica, es capaz de encontrar rendijas de alegría y vitalidad en este deporte, aún cuando la vida se pone en su contra. Con trazo preciso, conocemos las motivaciones de un jugador aficionado de baloncesto cuya filosofía vital preconiza que si mantienes la actitud positiva y trabajas duro más pronto que tarde tendrás premio.

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Siempre queda la esperanza

Josep Pastells

17.septiembre.2010

 

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A pesar de algunas turbulencias en su vida personal, George Gerwing, ‘The Iceman’, estrella

de la NBA en los setenta y ochenta, siempre supo mantener una relación vitalista e ilusionante 

 con el baloncesto. Seguro que ‘El Hombre de Hielo’ es una buena inspiración de optimismo 

 para el protagonista de este relato, Ritxie Soto. Fuente de foto: nba.com.

 

No sé quién coño dijo que las cosas siempre pueden empeorar, pero tenía razón. Tres meses atrás me despidieron del periodicucho donde desde hacía 15 años trabajaba de maquetador por un sueldo de mierda, hace cuatro días me abandonó Lucía tras siete años largos de convivencia nada armónica y ahora acaba de llegarme una notificación judicial en la que me comunican que si sigo sin pagar el alquiler del piso tendré que abandonarlo en dos meses.


Pero por mucho que pierdas, pienso yo, siempre te quedarán cosas por ganar, nuevas oportunidades, horizontes tal vez más benignos. Ritxie Soto, perdedor, pensaría cualquiera que estuviese informado de los últimos acontecimientos de mi vida y me viese corriendo este sábado tan gris por esta pista mugrienta de este barrio tan cutre. Sin trabajo, sin mujer y, si nada lo remedia, sin casa, remarcaría cualquier espíritu malévolo que reparara en mis circunstancias personales. ¡Pero vivo y corriendo!, replico yo para mis adentros mientras me dejo la piel sobre la cancha.


Hoy no tenemos un buen día, pero aún así no escatimamos esfuerzos ni sudor. ¡Podemos!, ¡podemos!, grita Germán, y Rafa y yo estamos convencidos de que tiene razón. El baloncesto es un deporte generoso. Puedes cometer errores, pero si perseveras, si te muestras incisivo y tenaz, es muy posible que acabe recompensándote.


Puede que no en este partidillo, tal vez ni siquiera en esta cancha, pero la voluntad de superación tendrá premio. Seguro. Y hoy estamos remontando. Nos acercamos tanto que llegamos a creer en la victoria, pero cuando mejor lo tenemos las cosas se vuelven a torcer. Un rechace violento del balón en el aro me golpea la nariz y empiezo a sangrar como un cerdo desollado. Puede que no sea para tanto. En cinco minutos reanudamos el juego, pero es evidente que el parón no me ha sentado nada bien. Y a mis compañeros tampoco.


Aprovechando la inexplicable flaqueza de nuestras piernas, el otro equipo coge la directa y cierra el marcador con un concluyente 100-88. Tras las felicitaciones de rigor (lo bueno que tienen estas sesiones es que, sea cual sea el resultado, siempre nos felicitamos) vuelvo a casa. Mientras intento ahuyentar el dolor en la nariz pienso que las cosas no están tan mal, que aunque siga sin trabajo y sin mujer y cada vez me aceche con mayor insistencia la amenaza de perder el piso, siempre me quedará el baloncesto, el partidillo del sábado, la posibilidad de luchar para ganar y, si pierdo, la esperanza de hacerlo mejor la próxima vez.