Petrovic y la manzana

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El 22 de octubre de 2013 Drazen Petrovic habría cumplido 49 años. Os sabéis de sobra su biografía, todas las anécdotas y estadísticas de este brillante jugador; pero Fiebrebaloncesto os trae en exclusiva una historia que no conocéis, que nadie ha podido contaros porque nadie, salvo el abuelo Theobald y el propio jugador, estaban allí. La historia de lo difícil que era ser Drazen Petrovic en 1989.

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Petrovic y la manzana

Theobald Philips

23.octubre.2013

 

Foto: basketretro.blogspot.com.es

Érase una vez en Atenas


Aun puedo verle, en un oscuro recoveco de una sala de espera del aeropuerto de Atenas, encontrado por casualidad mientras deambulaba por un aeropuerto en el que solo estaba la expedición blanca, esperando la llamada para embarcar en un vuelo que se retrasaba. No, no era el moderno Eleftherios Venizelos, ese elefantiásico hijo de la burbuja olímpica que ahora mismo sirve de antesala de Grecia, sino aquel edificio color crema, pequeño, con solo dos cintas de equipaje y una tanqueta de la policía eternamente aparcada en la puerta, como si fueses a entrar en zona de guerra.


Estaba solo, sentado al borde de una silla, ligeramente encorvado hacia delante, con los codos apoyados en las rodillas muy abiertas, sin hablar con nadie, extrañamente sin nadie alrededor, con sus peculiares ojos, entre saltones y caídos, los mismos que hoy nos hacen recordarle al ver a Mirotic, fijos en esa indefinida frontera entre la moqueta y la pared, mirando la nada. Una pequeña navaja en la mano derecha y, en la izquierda, una manzana verde, que iban mecánicamente la una hacia la otra sin variar la postura del cuerpo, los codos enraizados en las rodillas, para cortar un delgado gajo de fruta que, con piel, ayudado por la filosa hoja de metal, era llevado después hasta aquella boca de labios gruesos para ser masticado con pausa. Estaba abstraído, quizá repasando la enésima hazaña que acababa de realizar, quizá pensando ya en su futuro, tan lleno de cambios, probablemente solo dejándose llevar por el vacío del bajón de adrenalina después del partido, el título y la celebración.


Fotos: remarealmadrid.wordpress.commeteelmicro.wordpress.com

Parecidos razonables


Sí, era extraño verle tan solo, después de dos días en los que una nube de directivos futboleros ávidos de fotografía, de periodistas en busca de titulares y de aficionados cazando autógrafos, estuvieran perennemente rodeándole, hablándole, felicitándole, dándole palmadas en la espalda. Dos días en los que Drazen Petrovic era como un agujero negro sonriente, con una fuerza de gravedad tan poderosa que atraía hacia sí todo lo que tenía alrededor, hasta la luz de los flashes, convirtiéndose en el vórtice de un remolino humano que repetía su nombre sin descanso.


A esas alturas, con la porcelana de la Recopa ya en manos del equipo, llevada por los juniors, que para eso están, yo había tenido tiempo de recolectar los autógrafos de toda la plantilla del Madrid, incluso el del mismísimo Óscar Schmidt, en una situación que por sí misma podría merecer contarse. Hasta había podido conversar y fotografiarme con muchos de los otros jugadores blancos, menos solicitados, en un tiempo análogico en el que hacerse una foto requería de un poco de tranquilidad, sobre todo si uno llevaba una réflex y no una Kodak Instamatic, que cuando pedías a alguien el favor, te miraba como si le estuvieras pidiendo que sostuviera un reactor nuclear en plena fusión, o que hiciera una operación a corazón abierto. De Drazen podías tener (de hecho tenía) una firma, bastaba con convertirse en un par de manos más exhibiendo papel y bolígrafo en la vorágine, pero no se podía tener esos segundos para una fotografía, apartado siempre como estaba de la tranquilidad por la infranqueable barrera de personas, halagos, preguntas y peticiones.


Foto: www.balonalaro.com

Su característico resoplido antes de que la red haga ¡wooooshh!


Sí, al entrar en aquella sala que, lejos de la puerta de embarque, estaba en semioscuridad, fue la primera vez que veía solo al genio de Sibenik, sin los focos reflejados en el parquet y las gradas rugiendo alrededor, sin la marea humana ahogándole como si de una estrella de Hollywood se tratara, solo, comiendo una manzana, perfilando el contraste de aquella soledad el bullicio de aficionados, directivos, periodistas y jugadores que, unos metros más allá, a la vuelta de la esquina, comentaban en voz alta los sudores pasados en el Palacio de la Paz y la Amistad por la tenacidad de Óscar, Gentile y compañía en empañar la gesta madridista. Era la primera que le veía solo y, salvo en la cancha, la primera vez que no le veía con una sonrisa en la boca, que tenía los hombros cargados y un gesto cansado, cansado de los cuarenta y cinco minutos de magia, cansado de ser un héroe, de ser un personaje, un titular, una noticia.


Alzó los ojos y yo, apartando hacia atrás la cámara que llevaba colgada al cuello como para no asustarle, le hice un gesto con la mano, primero enseñando la palma, tranquilo, no te molestes, y luego haciéndola girar varias veces como si fuera una rueda, ya nos veremos luego. Sonrió, inclinando levemente la cabeza, agradecido, como el soldado que ha quedado solo tras las filas enemigas y es sorprendido en su escondite, de que no delatara su posición, haciéndole perder su momento. Sonriendo yo también, me di la vuelta, dándome cuenta de que no era nada fácil ser Drazen Petrovic.


Por supuesto, no volvimos a coincidir en ese viaje y, dado que al verano siguiente se marchó del equipo, me quedé sin fotografía. Cuando los altavoces del aeropuerto anunciaron que podíamos embarcar, los directivos volvieron a secuestrar al croata, llevándosele a la parte delantera del avión a festejar con champán el triunfo conseguido, especialmente la medalla personal que Ramón Mendoza, presidente que trataba al baloncesto con el desprecio con que el rico de folletín trata al primo pobre al que no se puede dejar morir de hambre, porque al fin y al cabo es de la familia, quería colgarse, como si solo los triples de Drazen importaran y éstos hubieran entrado porque Don Ramón había firmado el contrato. Y mucho más manzana de la discordia para aquel equipo fue el discriminatorio champán presidencial en la cabecera del avión, mientras aficionados y demás jugadores festejábamos en la cola, que los 62 puntos o el individualismo de Petrovic en el parquet; pero eso, como dijo Kipling, es otra historia.